He escuchado en el silencio de este atardecer el crujir que
producen tus pasos sobre el suelo de madera. No sé si vienes o te vas o,
simplemente, andas por aquí de casualidad. Sentado frente al fuego, alimento
éste de pequeños troncos de madera que robé del bosque. Entre mis manos, una taza de café recién
hecho. Arde en mis manos, pero soporto el dolor que produce el calor. Aunque tú
no lo imagines, te sigo escuchando. Ahora lo comprendo. Has venido a llevarte
los recuerdos que un día me dejaste. Es lo único que queda de nosotros, pero ni
siquiera delicadeza con los sentimientos vas a tener. Te lo llevas todo; bueno,
miento. Me dejas el sufrimiento y la soledad que me siguen acompañando. El suelo
continúa crujiendo y mis ojos, tras la taza de café humeante, no cesan de mirar
la puerta que se encuentra frente a mí y que nos separa para siempre. Es la
misma que un mal día cerraste para no abrirla nunca jamás. Ahora estoy alerta,
expectante, por si tienes el detalle de volverla a abrir y volverte a despedir
de mí. Pasan los minutos. Son eternos. Son dolientes. Producen escalofríos. He esperado
demasiado tiempo para no hacer nada, para quedarme aquí encallado en este viejo
sillón como un viejo abandonado. Tal vez en eso me he convertido. Pero me
rebelo contra mí mismo y decido incorporarme, abrir la puerta y ser yo quien te
diga hola…cómo estás. Quiero que regreses a mi lado. Me lanzo sin miedo,
convencido de mis posibilidades. La puerta acaricia mi rostro surcado de
tempestades, una suave brisa con olor a mar se introduce en mi alma, y al otro
lado de la puerta sólo encuentro una ventana abierta y el viento que hace
crujir las maderas de un suelo cada vez más abandonado desde que no estás a mi
lado.
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