sábado, 4 de mayo de 2013

LOS CONDENADOS ETERNOS XIII



−Pero no lo entiendo –subrayó Bernardo.

−¿El qué no entiendes? –Quiso saber Roberto de Espinosa.

−¿Qué ganaba don Anselmo huyendo al Nuevo Mundo? ¿Acaso el Santo Oficio no estaba en pleno auge en las tierras conquistadas y descubiertas?

−Así es, querido amigo –Espinosa trataba a Bernardo como si el anterior enfrentamiento entre ellos no hubiese tenido lugar. De nada valía en aquella situación tenerse las verdades o las mentiras en cuenta−. Pero, como he mencionado, don Anselmo era un hombre inteligente y muy perspicaz, y con su viaje lo que pretendía ganar era tiempo.

−¿Tiempo?

−Sí, tiempo ante la vida. Tiempo ante el enemigo. Tiempo ante la tempestad que se avecinaba. Tiempo ante la muerte que pronto estaría pisándole los talones. Serván de Crerzuela era un enemigo demasiado peligroso para él, pero el Nuevo Mundo era gran, inmenso, y don Anselmo intuía que tendría el tiempo suficiente para predicar y llegar a las gentes de fe, antes que la Inquisición diese con su cuerpo y con su alma.

−Así fue como conociste a don Anselmo –insinuó Bernardo, mientras Espinosa asentía con su cabeza ladeada.

−Al principio fueron encuentros casuales, más tarde se convirtieron en encuentros secretos y, finalmente, nos vimos en encuentros clandestinos, donde llevábamos a cabo reuniones para auto convencer a las personas que allí concurrían de que debíamos arriesgarnos para llevar la doctrina de Lutero a contra más indígenas mejor. Nos encontrábamos en un vasto territorio, donde el cristianismo estaba siendo introducido a base de imponer el terror, el castigo y los asesinatos en masa como ejemplo de lo que podría ocurrir a quien rechazara a la Iglesia Romana. Fueron tiempos complicados en los que yo me encontraba entre dos aguas, hasta que finalmente el virrey, tal vez advertido por Cerezuela, me obligó a regresar a España. Justo a mi vuelta fue cuando, por consejo de don Anselmo, contacté con el condestable, don Álvaro Trujillo y donde conocí a doña Ana Carranza.

−¿Ana Carranza? –Bernardo preguntó, aquel nombre, evidentemente, sabía a quien correspondía.

−Así es. Doña Ana Carranza, la esposa del condestable.

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