miércoles, 6 de marzo de 2013

LA LEYENDA

La leyenda El fuego quemaba con dificultad los troncos de madera. Los últimos días había estado lloviendo con perseverancia y la humedad se dejaba sentir en cada recoveco de la vieja ciudad. Evidentemente, el río había aumentado su caudal y las aguas descendían a gran velocidad en busca de un mar que se encontraba a una considerable distancia. Aquella noche el viento golpeaba con violencia las ventanas y las puertas de las casas, hasta el punto que parecía querer arrancarlas de cuajo de un momento a otro. Ante tal panorama la ciudad se había convertido en un lugar moribundo y triste. Los días se volvían melancólicos, mientras que las noches eran eternas y misteriosas. Seguramente el miedo se apoderaba de muchos hogares donde la muerte no haría demasiado tiempo que habría hecho acto de aparición. En lo más alto de la urbe quedaba situado el decrépito cementerio, el mismo que dos siglos atrás sustituyera el enorme solar en el que había estado ubicado el castillo del noble más poderoso de toda la región. Vako, el caballero del rostro quemado, fue quien se enfrentó al propietario del castillo y al mismo tiempo terrateniente y usurpador de la villa que se humillaba a sus pies. El enfrentamiento entre ambos contendientes se había extendido demasiado en el tiempo, hasta que finalmente el gran Vako derrotó y tomó las murallas de la fortaleza, alzándose con el gran poder y haciendo decapitar a Velkan, el gran lobo valiente, el noble de infinitos poderes. Aquella noche los cipreses que rodeaban al camposanto se agitaban con una rabia que parecieran ser balanceados por las manos del Maligno. Tal vez se tratase del viejo Velkan, que había regresado del Más Allá para cobrarse su venganza contra la ciudad que apoyó al caballero del rostro quemado en su lucha de poder. Las leyendas negras habían recorrido cada centímetro de tierra durante aquellos dos siglos y en más de una ocasión terribles catástrofes habían asolado y destruido el territorio que un día estuviera bajo su mandato. Sin embargo, tras cada catástrofe, la urbe renacía de sus propias cenizas, como si estuviese impulsada por una fuerza superior que jamás la dejaba desamparada del todo. Vako se había convertido en un auténtico héroe, el salvador que todos los habitantes de aquel valle mortecino necesitaban para lograr la felicidad robada durante todos aquellos años anteriores. Pero el destino tenía preparada una fatalidad en el porvenir del caballero del rostro quemado. Al poco tiempo de conquistar el castillo de Velkan, una tormenta procedente del norte, con ráfagas de viento que podían destruir de un soplo enormes barcos en mitad del mar y relámpagos que iluminaban la noche más oscura, golpeó con dureza los dañados muros de piedra de aquel castillo que él mismo había minado en el asedio que mantuvo en jaque al noble Velkan. Aquella noche, uno de aquellos muros se derrumbó, machacando el cráneo de Vako e hiriéndolo mortalmente. Durante un par de horas agonizó, sangrando por la boca, hasta que finalmente el viento le susurró la palabra traidor antes de alcanzar la muerte. Alin, el anciano que contaba la historia a su joven nieto, Ionut, se removió en el cojín que le servía de asiento en el suelo. Los troncos de madera crujían bajo el crepitar del fuego. Los rostros se iluminaban de sombras, las mismas que se alargaban desde el suelo hasta lo más alto del techo, tomando formas uniformes y terroríficas en ocasiones. −¿Por qué el viento lo llamó traidor? –Quiso saber el joven Ionut, ávido de historias que más tarde pudiera contar a sus amigos y, de aquella forma, hacerse el interesante ante todos ellos. −Muy sencillo, querido Ionut –contestó el abuelo, que le encantaba ser el protagonista en aquellos momentos de placentera intimidad−. Lo llamó traidor porque no hay peor perjurio que conspirar contra tu propio hermano de sangre, por mucho que el destino nos depare vidas opuestas.

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