martes, 13 de noviembre de 2012

EL FARO

Hace frío, tanto frío que ni siquiera la cazadora que llevo puesta, ni la bufanda que rodea mi cuello, es suficiente para dejar de tiritar. Llueve ligeramente. Es ese tipo de llovizna del norte que parece no querer dejar de caer jamás. Tan débil como cansina, pero con el paso del tiempo termina uno acostumbrándose a ella. Estaba en casa. Acostado. He pasado mala noche. No he podido dormir. He escuchado el repicar de la lluvia sobre mi ventana y he decidido levantarme y bajar hasta la playa. Hace tanto frío que una vez que he llegado hasta la orilla me he preguntando qué hago aquí. ¿Qué más da? ¿Acaso importa demasiado? Nadie sabe dónde estoy, qué hago, o por qué todavía sigo en pie. Llevo tanto tiempo huyendo de mí mismo que seguramente ahora tengo lo que realmente merezco. No pienso entristecerme por ello. Soy quien soy…Soy quien he decidido ser. Me he propuesto caminar hasta el faro, sin abandonar la orilla de la playa, y subiendo por el camino que serpentea a través de las rocas. Lo he intentado en varias ocasiones, pero siempre desisto en mi idea. No me pregunten el por qué. Simplemente cuando estoy cerca de lograrlo, decido regresar. Es como si mis piernas se bloquearan y se negaran a ir más allá. Siempre me ha llamado la atención la luz del faro. La veo moverse noche tras noche, dibujar sobre las olas del mar diferentes dibujos, siluetas que en mi mente parecen cobrar vida. He de reconocerlo, cuando más me atrae es cuando toma forma de mujer. Es como si la luz esculpiera sobre el agua las formas redondeadas de un cuerpo femenino, con sus curvas peligrosas, con sus ojos que se reflejan en la luna, con sus manos que se excitan en forma de olas…A veces se pone demasiado provocativa, demasiada brava, y dichas olas se levantan varios metros y terminan golpeando con dureza aquellas rocas que forman la base del faro, e inundan el camino serpenteante por el que no me atrevo a caminar. Tal vez ese sea el motivo por el cual siempre decido regresar…el miedo. Pero esta madrugada es diferente. Tiene que serlo. Estoy más decidido que nunca. Quiero llegar hasta lo más alto y comprobar quién maneja la luz que durante tantas noches me ha dejado perplejo desde mi ventana. La gente del pueblo habla, comenta, murmura que quien maneja el faro…es un fantasma. Al parecer nadie ha conseguido llegar hasta allí y quien lo ha intentado no ha regresado jamás. Escuché esa leyenda el primer día que visité el poblado. Recuerdo que hace de eso varios años. Todavía llevaba mi escaso equipaje en una vieja maleta de color negro, de tela corroída por el tiempo, la misma que hoy todavía me acompaña. Desde entonces tengo una obsesión por el maldito faro. He llegado a sentirme solo, a emborracharme con tal de olvidarme de él, a salir en busca de mujeres fáciles con tal de pasar una noche plácida, sin mis sentidos puestos en la visión nocturna del faro, pero nada de esas alternativas han dado resultado. Creo que mi mente ha llegado a enfermar. Bueno, de hecho estoy prácticamente seguro de ello. La orilla de la playa me trae viejos recuerdos. Recuerdos de mi niñez al lado de mis padres, recuerdos de mi juventud, de mi primer amor, recuerdos de aquellos que se fueron para no volver, recuerdos fingidos, recuerdos con sabor a muerte. Ahora llueve con más fuerza. La maldita lluvia me ha empapado de verdad. La ropa se adhiere a mi piel como si se tratase de una segunda piel y me siento tan pesado como incómodo pero, aun así, hoy estoy dispuesto a llegar al final de mi aventura. El trayecto hasta las rocas no me parece demasiado largo. Lo he recorrido tantas veces, en diferentes intentos, que lo reconocería con los ojos cerrados, metro a metro, centímetro a centímetro. La fuerza de la lluvia está enajenando al mar. Las olas comienzan a ascender con cierta temeridad. A lo lejos parecen gigantes con brazos eternos. He recorrido toda la orilla con una única misión: no mirar hacia el faro. No prestarle ni la más mínima atención. Hacer como si no fuese relevante, como si no significase nada, como si ni siquiera existiera. Aunque claro que sé que está ahí. Esperándome, tan provocador como siempre. Quizás más. Es como si supiera que hoy es mi día, y que hoy estoy totalmente decidido a dar el salto definitivo a la invasión de su espacio. Comienzo a ascender el camino serpenteante de las rocas. El camino tiene mil recodos, a derecha e izquierda y a medida que asciendo contemplo la belleza del acantilado. El mar se ha enfurecido del todo y el agua golpea con brutalidad sobre las rocas, invadiendo el camino que mis pies van recorriendo. De repente, una de esas olas malvadas que parecen querer destrozar en mil pedazos las rocas, se levanta más allá de las mismas y viene a impactar sobre mi cuerpo. El golpe es brutal y me desplaza unos metros a mi derecha, haciéndome impactar contra la vegetación que nace de la ladera de la montaña. Siento que me falta hasta el aire, es como si mis pulmones se hubiesen llenado de agua, de arena, de barro, de miedo…Dejo pasar unos segundos. Seguramente sea el momento de regresar, como he hecho en tantas y tantas ocasiones, pero hoy no…hoy estoy dispuesto a seguir adelante, a desafiar a la adversidad, a plantarle cara al terror. Quiero invadir el espacio del faro. Quiero descubrir quién lo maneja y quién se encarga de componer aquellas siluetas en el mar que han hecho que termine por enamorarme de sus visiones nocturnas. Vuelvo a reincorporarme al camino, lo desafío nuevamente, con más fuerza que nunca. Quiero llegar arriba, pero no pienso mirar al maldito faro hasta que no esté en su interior. No quiero que su luz entretenga mis pretensiones. Esta vez no. Sigo adelante. Me defiendo del fuerte viento, del intenso frío, de la brutalidad de las olas del mar, incluso de la luz que, a veces, parece enfocarme con desprecio. Lluvia, fuego, sangre, luz…Silencio…Al fin, el silencio. Más silencio. No escucho nada. ¿Dónde está el miedo? ¿Dónde está mi miedo? No veo nada, creo que tengo los ojos cerrados. O tal vez la noche sea demasiado oscura. Desconozco la hora que debe ser, pero aun tiene que ser muy temprano. No he visto amanecer. Ha dejado de llover. El mar se ha calmado. El viento ya no silba. Hay un silencio sepulcral a mi alrededor. Creo que he conseguido abrir los ojos. Sí, estoy seguro de ello. He abierto los ojos y ya no estoy en el camino serpenteante de las rocas. No sé dónde estoy, pero estoy rodeado de cemento. Paredes blancas, frías, altas, inmensas, eternas. A mi derecha hay unos escalones. Son el comienzo de una escalera en forma de caracol. Los peldaños son pequeños, incluso más pequeños que mis pies, por lo que cuando comienzo a ascender tengo serios problemas para mantener el equilibrio. Aquella escalera parece no tener fin. Sube. Sube. Sube. Es como si no se detuviera jamás. No me doy cuenta que el que asciendo soy yo. A medida que voy llegando más arriba mis oídos van percibiendo un sonido constante e inquebrantable. Es una especie de zumbido que se mantiene firme en el tiempo. Al fin llego al último escalón y, de repente…lo veo. Delante de mí. Un ventanal enorme y a sus pies una luz potente que se mueve a derecha e izquierda, acompañado del sonido inquebrantable que había escuchado escalones abajo. Siento miedo. Pánico. Pavor. Estoy en el lugar que durante tanto tiempo he soñado. Suspiro profundamente. Lo he conseguido. Soy el único que lo he conseguido y me siento orgulloso de ello. Nadie lo creerá cuando lo cuente. Ni siquiera he traído conmigo la cámara de fotos. ¿Cómo podré demostrar que he estado aquí? Sin darme cuenta mis pies avanzan hacia la luz que no cesa de moverse a derecha e izquierda, enfocando el infinito mar. Pongo mis manos sobre la maquinaria que hace que la luz no se detenga jamás durante las noches. Observo. Delante de mis ojos solo veo cómo el agua se ilumina. A un lado. Luego al otro. El mar está en calma, es como si la tempestad que he sufrido para llegar hasta allí no hubiese existido más que en mi mente. Hace una noche plácida y las estrellas brillan en el cielo. ¿Y la silueta de la mujer que siempre contemplaba desde mi ventana? ¿Dónde están las sombras y los contornos? No es posible que solo pudieran verse desde mi ventana. Giro mi cabeza en busca del poblado, desde esta posición privilegiada debo poder contemplar mi casa, mi ventana pero…no hay nada. A lo lejos no existe ningún poblado. Estoy rodeado de cristaleras, enormes cristaleras. Corro de una a otra. Miro a través de todas ellas pero, a lo lejos solo hay un vacío enorme. Tierra infértil. Desierto. Nada… ¿Dónde he estado todo este tiempo? ¿Quién he sido todo este tiempo? Mi norte solo ha sido un faro, y mi ilusión enamorarme de las siluetas que provocaban su luz en el mar.

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