martes, 13 de noviembre de 2012

UNA SIMPLE NOVELA

El relámpago iluminó toda la estancia en la que me encontraba terminando de dar los últimos retoques a mi novela. El ventanal que había delante de mí se iluminó de un color azulado que contrastó con la oscuridad de aquella noche en la que las nubes cubrían por completo el rostro de la luna. Una vetusta y rasgada persiana era la única frontera que nos defendía tanto al ventanal como a mí de las inclemencias meteorológicas que se producían en el exterior. El viento azotaba con fuerza, ladeando los delgados árboles que circundaban mi triste jardín. Esperé unos segundos y, en seguida, estalló con brutalidad el trueno que perseguían en el tiempo y en el espacio al relámpago luminoso. Gruesos goterones comenzaron a caer, estallando en mil pedazos en la tierra que aun estaba por sembrar. Había descuidado en exceso la casa desde mi llegada, pero todo tenía un porqué. Deseaba terminar mi novela, de lo contrario la novela terminaría conmigo. Llevaba días sin descansar, que se unían a las noches sin dormir, proporcionándole al tiempo una especie de descontrol absoluto, una languidez sin fin en la que, poco a poco, iba adentrándome sin apenas apercibirme de ello. Desde mi llegada a aquella casa me había negado en rotundo a recibir cualquier tipo de visitas y lo cierto es que me estaba apartando del mundo real a medida que las páginas de mi novela iban avanzando lentamente. Tan solo la lluvia, el viento, o los relámpagos, como aquella noche, se habían convertido en mi única compañía. Bueno, eso y mi perro, al cual jamás le había puesto nombre, pero que me era tan fiel que ni siquiera hacía el intento de separarse unos centímetros de mis pies. Llevaba días y noches encerrado en aquella estancia, la cual abandonaba tan solo unos minutos, de vez en cuando, para buscar un poco de comida hasta la cocina. La comida me la dejaba una vecina de avanzada edad en el quicio de mi puerta. La mujer apenas molestaba. Aquella noche, a pesar de la crudeza de la tormenta, me sentía satisfecho, pues estaba esbozando lo que representaban las últimas líneas de mi novela. En cuanto consiguiera terminarla me sentiría un hombre libre, podría volar hacia donde me apeteciera, incluso podría encargarme personalmente de darle vida a aquella casa pero…de repente, el horror se apoderó de mí. Me detuve a pensar por un instante y enseguida comprendí a qué se debía mi enajenación repentina. No podía ser cierto. Comencé a retroceder en las páginas que llevaba escritas, busqué a través de los capítulos, de las líneas, de cada sílaba…Me di cuenta que no había creado ni un solo personaje. Mi novela no tenía personajes. Había estado todo el tiempo escribiendo sin parar acerca de cosas sin relevancia, simples pensamientos, sueños tal vez, en los que nadie era el protagonista. Mi novela estaba muerta de humanidad y entonces comprendí que hacía meses que yo también había fallecido…

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