viernes, 12 de abril de 2013

LOS CONDENADOS ETERNOS I

Lo habían lanzado a la lúgubre celda a empellones, sin miramientos, de tal forma que su cabeza fue a estrellarse contra la roca que conformaban las paredes de aquella mazmorra. Fue tan intenso el dolor que sintió debido al golpe, que ni siquiera escuchó el sonido de la puerta de hierro que se cerró a cal y canto a sus espaldas y que indicaba el final de su libertad. Lo que sí percibió fue un húmedo calor que descendía a través de su frente. Se palpó con la mano derecha y enseguida comprendió que un reguero de sangre impregnaba su piel. Apenas podía ver nada. La oscuridad era total en el interior de aquella cueva que las autoridades españolas habían acondicionado como prisión, sin embargo no había que ser muy inteligente para comprender que en el interior de su cuero cabelludo se había abierto una brecha. "Malditos cabrones" ronroneó para sus adentros. Su voz apenas traspasó su garganta, y mucho menos había alcanzado los labios, que ni siquiera se habían movido. Aun así, una voz le sorprendió al otro lado de la celda.

 -Quítate tu propia camisa y tapona con fuerza el lugar de donde brota la sangre. Si esperas media hora la herida se puede infectar y la camisa se volverá inservible por culpa de las chinches. Aprovecha ahora que todavía está limpia y virgen de sabandijas.

 El recién llegado no rechistó, pero acató los consejos de su compañero. Tampoco tenía muchas más opciones por las que optar. La herida tardó en dejar de sangrar, pero cuando finalmente lo hizo, el prisionero novato quiso dar las gracias al inquilino más antiguo de la celda.

 -No tienes que darme las gracias -dijo éste con benevolencia-. En este lugar tampoco tenemos muchos motivos para no ser condiscípulos con nosotros mismos. Ambos presos se sentaban sobre un húmedo y destartalado suelo.

 -¿Cómo te llamas? -Quiso saber el preso más antiguo.

 -Bernardo -Contestó el herido.

 -¿Y por qué te han encerrado?

 -Me acusan de traición.

-¿Y a quién se supone que has traicionado?

 -A la Corona, evidentemente -Contestó Bernardo con orgullo.

-Y por tu actitud supongo que no lo habrás negado.

 -Yo no tengo porqué negar nada. Simplemente hice lo que debía hacer. Me siento completamente satisfecho con todas las decisiones que he tomado en cada momento.

 -Deduzco que eres un hombre del ejército.

 -Deduces bien.

-¿Con muchos hombres bajo tu mando?

 -Desembarcamos hace una semana quinientos hombres en la costa.

 -¿Y a quién representáis?

 -A Álvaro Trujillo, el Condestable de las Tierras del Norte.

-¡Álvaro Trujillo! -Exclamó el interrogador-. Lo conozco sobradamente.

-¿Quién es usted para conocer tan estrechamente al Condestable? -Bernardo se llenó de curiosidad de forma repentina.

 -Soy Roberto de Espinosa, y en su día fuí el alcalde de las Tierras del Norte y el tesorero del Condestable hasta que un buen día fui condenado al destierro eterno.

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