viernes, 26 de abril de 2013

LOS CONDENADOS ETERNOS IX



Pero Bernardo había quedado completamente en silencio. Mudo, y su mutismo lo conducía a tal frialdad en su mente que parecía ésta encontrarse completamente cubierta de nieve recién caída de los cielos. La humedad de la celda, de repente, se había hecho más palpable, hasta podía olerse. A Roberto de Espinosa le daba pánico aquella situación, aunque tratase de querer disfrazar su espanto por una tranquilidad que quedaba hecha añicos por el silencio sepulcral de su compañero de celda.

−Habla, por Dios, Bernardo, que tu silencio agoniza mi condena. Pregunta, continúa siendo un hombre ávido de respuestas. Demuéstrame que tu inteligencia va más allá de mi experiencia -casi le suplicaba.

−Me he quedado en blanco –fue todo cuanto alcanzó a pronunciar Bernardo.

Y lo peor de todo es que le estaba diciendo la verdad. No es que no quisiera continuar con sus preguntas, es que realmente no sabía qué preguntar. De repente, Bernardo se asustó, tal vez se dio cuenta de dónde se hallaba y cuál podía ser el peligro que corriese su propia vida. Ahora las preguntas no se las hacía de viva voz a don Roberto de Espinosa, sino que se estaba martirizando a sí mismo con un interrogatorio interno que no estaba sabiendo contestarse.

Ambos presos dejaron pasar el tiempo, sin dirigirse ni la palabra ni la mirada, hasta que finalmente don Roberto de Espinosa comenzó a relatar sin que nadie se interpusiera a su oratoria:

−Don Francisco Álvarez de Toledo tenía un linaje noble en su sangre y en su apellido materno. Gracias a ello se pudo instalar como paje en la Corte de Carlos I, por aquel entonces rey de España. Con el tiempo, el monarca y don Francisco fueron íntimos amigos y colaboradores. A la muerte del rey, Álvarez de Toledo se convirtió en el mayordomo del sucesor al trono, Felipe II. Fue éste quien lo envió al Perú como virrey de estas tierras. Cuando nuestro hombre llegó al Perú se encontró con un vasto imperio que abarcaba gran parte del Nuevo Mundo conquistado. En cuanto pisó la nueva tierra tuvo que ponerse duramente a trabajar, pues lo que allí encontró fue un descontrol organizativo. De nada habían servido todos los años que los españoles habían estado allí, pensó para sus adentros el bueno de Álvarez de Toledo. Nadie en su sano juicio podía admitir que no se hubiesen establecido los derechos de aduanas, que apenas hubiese plazas de armas, ni hospitales, ni caminos, ni seguridad. Lo primero que llevó a cabo fue emplearse con dureza con aquellos soldados españoles que habían permanecido allí engrandeciéndose a costa de los nativos. Trató de mediar en mil conflictos pero, con el tiempo se fue dando cuenta que era un terreno casi imposible de poder abarcarlo en su totalidad. Se instaló en Lima y desde esa ciudad trató de gobernar a su manera. Se enfrentó con las Audiencias que había impuesto don Lope García de Castro, trató de implicarse en los abusos, en el incumplimiento de las leyes, en las rebeliones, se hizo cargo de las minas. Fue un hombre imponente en lo físico e inteligente que se rodeó de los mejores consejeros, por lo que su trabajo enseguida se vio recompensado con buenos frutos, lo que le valió para que le concedieran el título de Solón del Perú. Te preguntarás qué hizo para merecer tal nombramiento. Pues bien, don Álvarez de Toledo nombró corregidores, reorganizó la Hacienda, estableció un servicio de armas caduco hasta entonces, creó un cargo para supervisar la medicina, reordenó los libros de leyes e instaló el Tribunal de la Inquisición.

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