Era madrugada
fría, el sol apenas despuntaba por el horizonte del Pacífico, y el olor a
salubre se mezclaba con el aroma de la tristeza y la desolación. ¿Queréis saber
a qué huele la tristeza? A rancio. Un aroma añejo que se introduce en las fosas
nasales y penetra hasta las entrañas del alma. Ese era el aroma que tanto
Roberto de Espinosa como Bernardo aspiraban en sus horas muertas, el tiempo que
transcurría sin que ninguno de los dos tuviesen ganas de continuar con sus
preguntas, sus respuestas y sus narraciones.
De repente
el sonido de unos pasos se escuchó a través de la verja de hierro que los
separaba del mundo real. Alguien se
acercaba. Era tan inusual escuchar unos pasos que, cada vez que alguien lo
hacía, los presos se colocaban en posición de alerta. ¿Pero cómo se pone uno en
posición de alerta cuando se encuentra totalmente indefenso? Simplemente agudizaban
los escasos sentidos que todavía tenían algo de sensibilidad.
Bernardo observó
a su compañero como solía hacer cada vez que uno de los celadores se acercaba
hasta ellos para llevarles los alimentos.
−¿Quién
puede ser? –Preguntó Bernardo.
−Nos traerán
la porquería de sopa con la que nos alimentan todos los días.
−Creo que
apenas ha transcurrido el suficiente tiempo desde la última vez –Insistió Bernardo
un tanto indeciso.
En esa
ocasión Espinosa no contestó. También él se había percatado de ese detalle y
también se encontraba al acecho de lo que pudiera ocurrirles. La intranquilidad
se palpaba en el interior de la húmeda celda.
Unos segundos
de silencio que, tal vez fueran minutos, y la puerta de hierro se entreabrió. Tras
la sombra que se formaba por culpa de la luz del exterior, entró la figura de
dos tipos. Uno de ellos llevaba su cabeza cubierta por una capucha. Los dos
intrusos se adentraron en la celda y se
situaron de pie, frente a los prisioneros.
−Roberto de
Espinosa –habló el que no llevaba la cabeza cubierta−. En nombre de la Corona
española se le condena a la pena capital, por traición al Rey y a la Patria.
Tiene derecho a confesarse con el padre Diego de Montilla.
Bernardo se
estremeció en el punto exacto en el que se encontraba sentado. Por su parte,
Roberto de Espinosa trató de contener la respiración y disimular su
desasosiego. Había esperado demasiados años para finalmente tener aquel injusto
final. Suspiró profundamente antes de contestar:
−Podéis
marcharos al infierno tú, el padre Diego de Montilla, el rey y toda la patria
española.
−Hijo, no
sabes lo que estás diciendo –renegó el hombre de la capucha.
-Puedo asegurarle
que sé perfectamente lo que estoy diciendo, padre; así que no trate de
convencerme porque todas mis creencias acaban de morir justo en el instante en
que ustedes han entrado en mi territorio.
−Hijo, Dios
no escuchará tus palabras si te arrepientas en seguida de tus aseveraciones. Hablar
conmigo te hará bien y te acercará al Padre.
−¿Cómo me va
a acercar al padre si usted representa a Satanás?
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