−Lima, la Ciudad de los Reyes – afirmó Bernardo.
−Así es –sentenció Espinosa−. Una ciudad impresionante y tremendamente
anárquica, hasta que llegó el virrey Don Francisco Álvarez de Toledo. En cuanto
puse pie en el virreinato del Perú me puse a sus órdenes y durante toda mi
estancia en Las Indias trabajé a su servicio.
−¿Cómo era la vida en aquellos años? –Se interesó Bernardo.
−La palabra justa podría ser confusa. Así era la vida en La Ciudad de
los Reyes. Cuando llegamos aquí desconocíamos completamente lo que hasta
entonces había sido el virreinato con los anteriores virreyes, enseguida
comprobamos que el sistema tributario era defectuoso e infructuoso al mismo
tiempo, y ni siquiera existía un registro civil para hacer un cálculo de los
habitantes que formaban el inmenso territorio. Enseguida Don Francisco Álvarez
de Toledo supo en qué emplearme y yo no desaproveché ni el tiempo ni la
oportunidad que se me brindaba.
−Cada vez confirmo más mis sospechas de que eras un hombre fiel a
Felipe II –Bernardo sonrió.
−La fidelidad es un acto económico. Siempre he sido fiel a quien mejor
me ha remunerado por mi trabajo. Ahí radica mi fidelidad. El resto son
patrañas.
−¿Y tu trabajo en las Indias dio sus frutos?
Roberto de Espinosa se quedó pensativo, rememorando, evidentemente,
todo aquel pasado del que estaban hablando.
−Nuestro virrey era un hombre inteligente y muy trabajador. Seguramente
fue el primer virrey que se preocupó de hacer prosperar aquel territorio. Sus antecesores
fueron hombres codiciosos, desordenados y violentos que jamás lucharon por el
deber para el que habían sido asignados por nuestro rey. Nosotros fuimos los
que construimos un sistema de trabajo donde empleamos a los indígenas en las
minas de Potosí. Enormes yacimientos de plata nos hizo crecer económicamente en
muy poco tiempo. Eso, unido al aporte tributario, contribuyó a crear ciudades
organizadas dentro del propio imperio. En poco tiempo el virreinato del Perú se
convirtió en un gran negocio para la Corona española.
−¿Qué fue lo que falló? –Preguntó Bernardo que, una vez más, escuchaba
atentamente las historias de Roberto de Espinosa.
−Digamos que no todo fue tan sencillo como expresa mi narración –volvió
a explicar Espinosa−. Antes de que el virrey Toledo y un servidor llegásemos a
las Indias, el último virrey del Perú , Conde de Nieva, había fallecido en
extrañas circunstancias. A todas luces fue un asesinato, pero el hombre
dispuesto por el rey para esclarecer los hechos, Don Lope García de Castro, fue
incapaz de resolver el caso. Castro jamás ostentó como virrey, sin embargo
durante años actuó como gobernador y estuvo al mando del imperio. Durante
aquellos años, infinidad de revueltas por parte de los criollos y de los
propios indígenas crearon un estado de inseguridad que en el mayor de los casos
superó las expectativas del gobernador. Tal fue su desconcierto que, mediante
una carta, comunicó a Felipe II que todos los indios del Perú trataban de
sublevarse, por lo que el monarca se vio obligado a encauzar la situación. Justo
ese fue el motivo de mi viaje al Nuevo Mundo.
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