miércoles, 17 de abril de 2013

LOS CONDENADOS ETERNOS V



−Lima, la Ciudad de los Reyes – afirmó Bernardo.

−Así es –sentenció Espinosa−. Una ciudad impresionante y tremendamente anárquica, hasta que llegó el virrey Don Francisco Álvarez de Toledo. En cuanto puse pie en el virreinato del Perú me puse a sus órdenes y durante toda mi estancia en Las Indias trabajé a su servicio.

−¿Cómo era la vida en aquellos años? –Se interesó Bernardo.

−La palabra justa podría ser confusa. Así era la vida en La Ciudad de los Reyes. Cuando llegamos aquí desconocíamos completamente lo que hasta entonces había sido el virreinato con los anteriores virreyes, enseguida comprobamos que el sistema tributario era defectuoso e infructuoso al mismo tiempo, y ni siquiera existía un registro civil para hacer un cálculo de los habitantes que formaban el inmenso territorio. Enseguida Don Francisco Álvarez de Toledo supo en qué emplearme y yo no desaproveché ni el tiempo ni la oportunidad que se me brindaba.

−Cada vez confirmo más mis sospechas de que eras un hombre fiel a Felipe II –Bernardo sonrió.

−La fidelidad es un acto económico. Siempre he sido fiel a quien mejor me ha remunerado por mi trabajo. Ahí radica mi fidelidad. El resto son patrañas.

−¿Y tu trabajo en las Indias dio sus frutos?

Roberto de Espinosa se quedó pensativo, rememorando, evidentemente, todo aquel pasado del que estaban hablando.

−Nuestro virrey era un hombre inteligente y muy trabajador. Seguramente fue el primer virrey que se preocupó de hacer prosperar aquel territorio. Sus antecesores fueron hombres codiciosos, desordenados y violentos que jamás lucharon por el deber para el que habían sido asignados por nuestro rey. Nosotros fuimos los que construimos un sistema de trabajo donde empleamos a los indígenas en las minas de Potosí. Enormes yacimientos de plata nos hizo crecer económicamente en muy poco tiempo. Eso, unido al aporte tributario, contribuyó a crear ciudades organizadas dentro del propio imperio. En poco tiempo el virreinato del Perú se convirtió en un gran negocio para la Corona española.

−¿Qué fue lo que falló? –Preguntó Bernardo que, una vez más, escuchaba atentamente las historias de Roberto de Espinosa.

−Digamos que no todo fue tan sencillo como expresa mi narración –volvió a explicar Espinosa−. Antes de que el virrey Toledo y un servidor llegásemos a las Indias, el último virrey del Perú , Conde de Nieva, había fallecido en extrañas circunstancias. A todas luces fue un asesinato, pero el hombre dispuesto por el rey para esclarecer los hechos, Don Lope García de Castro, fue incapaz de resolver el caso. Castro jamás ostentó como virrey, sin embargo durante años actuó como gobernador y estuvo al mando del imperio. Durante aquellos años, infinidad de revueltas por parte de los criollos y de los propios indígenas crearon un estado de inseguridad que en el mayor de los casos superó las expectativas del gobernador. Tal fue su desconcierto que, mediante una carta, comunicó a Felipe II que todos los indios del Perú trataban de sublevarse, por lo que el monarca se vio obligado a encauzar la situación. Justo ese fue el motivo de mi viaje al Nuevo Mundo.

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